En 1835 Juan Facundo Quiroga residía desde hacía algún tiempo en
Buenos Aires bajo el amparo de Juan Manuel de Rosas. El caudillo riojano
había luchado en las campañas libertadoras junto a José de San Martín.
En 1825, junto a los caudillos federales Juan Bautista Bustos y Felipe
Ibarra, se opuso al proyecto político unitario de Rivadavia y se apoderó
de la ciudad de Tucumán. Logró sublevar Cuyo y el Noroeste, pero más
tarde, al intentar apoderarse de Córdoba, fue vencido por el general
unitario José María Paz en La Tablada el 22 Y 23 de junio de 1829 y en
Oncativo ocho meses después.
Quiroga mantenía con Rosas una relación de aliado y era considerado
por don Juan Manuel como su hombre en el interior. Las diferencias entre
ambos caudillos se centraban en el tema de la organización nacional.
Mientras que Facundo se hacía eco del reclamo provincial de crear un
gobierno nacional que distribuyera equitativamente los ingresos
nacionales, Rosas y los terratenientes porteños se oponían a perder el
control exclusivo sobre las rentas del puerto y la Aduana.
En este sentido, Rosas argumentaba que no estaban dadas las
condiciones mínimas para dar semejante paso y consideraba que era
imprescindible que, previamente, cada provincia se organizara: “En el
estado de pobreza en que las agitaciones políticas han puesto a los
pueblos ¿quién ni con qué fondos podrán costear la reunión y permanencia
de ese Congreso, ni menos de la administración general? […] Fuera de
que si en la actualidad apenas se encuentran hombres para el gobierno
particular de cada provincia ¿de dónde se sacarán los que hayan de
dirigir toda la república? ¿Habremos de entregar la administración
general a ignorantes aspirantes, a unitarios, y a toda clase de bichos?
[…] ¿Será posible vencer no sólo estas dificultades sino las que
presenta la discordia que se mantiene como acallada y dormida mientras
cada una se ocupa de sí sola, pero que aparece al instante como una
tormenta general que resuena por todas partes con rayos y centellas,
desde que se llama a congreso general? Es necesario que ciertos hombres
se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a efecto,
envolverán la República en la más espantosa catástrofe”.
Sin embargo, esto no impidió que Quiroga nombrara a doña Encarnación
Ezcurra su representante comercial y le regalara un caballo a don Juan
Manuel. Rosas le comentaba a su esposa en una carta la habilidad de
Facundo: “Mucho gusto tuve cuando supe que Quiroga te había hecho su
apoderada. Este es uno de sus rasgos maestros en política; lo mismo que
la remisión de un caballo en los momentos en que lo hizo”.
En 1834, ante un conflicto desatado entre las provincias de Salta y
Tucumán, el gobernador de Buenos Aires, Manuel Vicente Maza (quien
respondía políticamente a Rosas), encomendó a Quiroga una gestión
mediadora. Tras un éxito parcial, Quiroga emprendió el regreso y fue
asesinado el 16 de febrero de 1835 en Barranca Yaco, provincia de
Córdoba, por Santos Pérez, un sicario al servicio de los hermanos
Reinafé, hombres fuertes de Córdoba, ligados a López. Quiroga se había
opuesto tenazmente a los deseos de Estanislao López de imponer a José
Vicente Reinafé como gobernador de Córdoba.
Nunca sabremos si porque decían la verdad o por temor a represalias
contra su familia, lo cierto es que los Reinafé, ni ante los jueces ni
ante la horca, acusaron a Rosas ni a López. Sólo se inculparon entre
ellos mismos.
El “manco” Paz cuenta en sus memorias que tras la llegada de la
noticia del asesinato de Quiroga a Santa Fe –donde él permanecía
detenido– se produjo un “regocijo universal”, y poco faltó “para que se
celebrase públicamente”.
La muerte de Quiroga determinó la renuncia de Maza y afianzó entre
los legisladores porteños la idea de la necesidad de un gobierno fuerte,
de mano dura.
El 3 de marzo de 1835, en vísperas de aceptar la gobernación, Rosas
escribía: “Dorrego, Villafañe, Latorre, Quiroga y José Ortiz, todos
asesinados por los unitarios, pero ni esto ha de ser bastante para los
hombres de las luces y de los principios. ¡Miserables! El sacudimiento
será espantoso, y la sangre argentina correrá en proporciones”.
Pronto Quiroga, de la mano de Sarmiento, se transformaría en un símbolo
de la barbarie. El padre del aula y gran maestro lo utilizaría como
propaganda política al publicar desde Chile su libro Facundo. Civilización o barbarie, con un objetivo explícito: “Remito a su excelencia un ejemplar del Facundo que
he escrito con el objeto de preparar la revolución y preparar los
espíritus. Obra improvisada, llena por necesidad de inexactitudes, a
designio a veces, no tiene otra importancia que la de ser uno de los
tantos medios tocados para ayudar a destruir un gobierno absurdo y
preparar el camino de otro nuevo”.